48 años en la Selva: Relatos del misionero dominico Ignacio Iraizoz
En el artículo "Relatos de mi experiencia misionera. Para los nuevos tiempos (Parte I)” podrás conocer la trayectoria misionera del padre Iraizoz en la Amazonía peruana y su gran labor al servicio de los más vulnerables
La historia nos la ha contado la barbaridad del encuentro, mejor dicho, la invasión cultural en el escenario de la cuenca del Amazonas en la época de finales del Siglo XIX y primera mitad del XX. La explotación de recursos de la selva desde lugares remotos, de muy difícil acceso, sin presencia de autoridades ni de leyes, fue un reclamo que ofrecía riquezas a gentes que, con pocos escrúpulos, anteponían sus intereses sin respetar los derechos de los demás. Aunque también quiero reseñar por encima de prejuicios absolutistas y poco informados, que nunca faltaron gentes (desde luego muy pocos) con conciencias responsables. Así nos lo cuentan las narraciones objetivas de aquellos tiempos.
A finales del siglo XIX, en medio de la cultura invasora, egoísta y violenta marcada por la explotación del caucho, la jerarquía eclesiástica reclama la presencia de misioneros. Unir estos extremos tan distantes entre invasores e invadidos ha supuesto un enorme sacrificio y se han escrito páginas heroicas. Por eso los relatos de misiones resultan tan entretenidos, ya que el entusiasmo, riesgo, generosidad y, sobre todo, afán evangelizador han trazado un camino, donde los resultados no siempre se ven de modo inmediato, sino que muchas veces son como semillas que se entierran para que germinen y den fruto más adelante.
En lo personal, me siento como un eslabón que une tiempos pasados y formas actuales. Llevo 48 años en la selva del Amazonas del sur oriente peruano, experiencia que me lleva a sentir una gran admiración por mis antecesores. Sé lo que es viajar por ríos peligrosos con frágiles canoas a fuerza de remo y tangana o con motores elementales. Los naufragios producían mártires que, más allá de la noticia para algunos, para nosotros eran hermanos que arriesgaron sus vidas y lloramos su ausencia.
Otra de las dificultades se presenta en el acercamiento a grupos originarios que anteriormente sufrieron sometimiento y violencia por parte de invasores irresponsables. Gran parte de estos grupos se refugiaron en las cabeceras inaccesibles de los ríos y marcaron un territorio de autodefensa y dominio, creando con el paso del tiempo leyendas con mitos de héroes defensores de su pueblo. Aún en estos lugares remotos llegaron a sufrir correrías para captar mano de obra esclava. Esta barrera de hostilidad fue difícil. Con paciencia y riesgo se pudo demostrar que hay gente de la cual se puede confiar. Estos hombres se llaman misioneros y traen el mensaje de un Dios bueno que nos quiere a todos y nos protege a todos. Algunos de ellos dieron testimonio con sus vidas.
Después de esta breve introducción voy a describir de forma escueta algunos episodios de mi vida misionera, que dan pie para imaginar lo entretenido de nuestras vidas. Llegué al Perú tras un largo viaje de 22 días en barco, y mi primer destino fue a una pequeña misión llamada “El Pilar”, cerca de la ciudad de Puerto Maldonado. Esta misión tenía como objetivo prioritario la atención a las comunidades nativas y ribereñas del río Madre de Dios y afluentes. Contaba con una residencia para alumnos de primaria, apoyada con dos profesoras seglares. Cuando yo llegué, de los 16 alumnos, 7 estaban con tuberculosis. Ni en sueños imaginaba la labor que me tocaba realizar.
Al principio me chocaba muchísimo la adaptación a ciertas formas de vida propias de los pueblos originarios. Organizaba viajes para presentarme a las comunidades, siempre llevando el motorista y ayudantes nativos. Cuando ya estaba cansado y las expectativas del tiempo programado se habían cumplido, preguntaba: “¿Cuándo llegamos?”. La respuesta solía ser: “ahoritita llegamos, aquisito no más está, faltan poquitas vueltas de río…”Cada vuelta suponía una hora… pero como no tenían reloj la precisión del sol relativizaba todo.
Son muchas las anécdotas sobre estos primeros años que se pueden contar, pero voy a ceñirme a alguna, ajena a catequesis inmediata, que impensablemente favorecen una acogida con la que es conveniente iniciar.
Quien diría que después de tanta preparación teológica en Salamanca, el medio más práctico de acercamiento a estas gentes fue una “exhibición mecánica”, cuyo aprendizaje no es fruto de haber recibido clases, sino de la pérdida de tiempo observando a un amigo mecánico arreglando motores.
Observé en repetidas oportunidades que algunos nativos atribuían al motor la propiedad de tener voluntad, “quería o podía no querer arrancar”, insistían, hasta que agotados lo dejaban por imposible. Me contaron que en cierta ocasión fondearon el motor en el río por caprichoso.
Es así como cierta vez que llegué a la comunidad que se encontraba en este problema de arrancar el motor, me hice cargo de la situación, me senté en la playa del río, martirizado por los mosquitos, desarmé el motor, limpié piezas y ajusté tornillos, lo rearmé y cual fue mi suerte que el motor quiso arrancar. Esto favoreció de tal manera mi prestigio que en adelante lo que yo proponía tenía gran acogida.
En otra oportunidad, al atardecer de cierto día nos visitó una familia, procedente de una tribu de las cabeceras del río Manu, a unos 5 días de viaje. Habían traído una balsa de madera, unas 18 trozas de cedro y caoba, con cuya venta hubieran podido comprar tres motores nuevos aparte los enseres que necesitaban. Pero cayeron en manos de un inescrupuloso que los engañó y solo les pagó con un motor viejo que con las justas lograron llegar a la misión. Después de proporcionarles un refrigerio y ofrecerles un lugar para descansar, a la mañana siguiente los acompañé a Puerto Maldonado, reparamos el motor con piezas nuevas y los despedí. Al cabo de unos años llegué a su comunidad, me reconoció este señor a quien socorrí y me presentó a su comunidad, en su idioma. Lo único que pude percibir era la sonrisa de sus rostros de aceptación: yo era una persona que conocía El Pilar, Puerto Maldonado, España y hasta Lima (en ese orden), y hombre que ha conocido tanto es que sabe mucho.
Por razones internas de la Orden tuve que hacer un inciso de mi presencia en el corazón de los amplios ríos de la selva baja, para pasar un periodo de 4 años en la Parroquia de Quillabamba. ¡Qué gran ciudad y acogedoras sus gentes! Siempre mantuve un afecto especial a las comunidades nativas y campesinas del interior. A los comuneros que me buscaban los acompañaba a vender sus productos para conseguir los mejores precios. Años de gratos recuerdos, en los que pude disfrutar de una comunidad religiosa auténticamente acogedora de hermanos y amigos.
De las múltiples actividades realizadas en Quillabamba, me detengo a contaros la oportunidad que se presentó de construir un puente sobre el río Urubamba en la comunidad de Koribeni.Esta obra favorecía a las comunidades nativas, campesinas y cooperativas agrarias. Fue un proyecto iniciado por la imaginación del P. Luis Verde y la influencia del P. Vicente Guerrero, fraile Dominico de muy buenas relaciones en la ciudad de Lima, que nos puso en contacto con altas esferas de la vida política. Monseñor Ariz, obispo titular del Vicariato, no se oponía al proyecto, pero lo veía como una quijotada de jóvenes. Monseñor Juan José Larrañeta, obispo auxiliar, se enfrascó más en el proyecto y es testigo de algunos episodios pintorescos. Dirigió la obra el ingeniero Casa Verde, único titulado de la ciudad de Quillabamba.
Fue significativo el aporte económico de alguna cooperativa agrícola de la zona. Proyecto largo que se concluyó incluso después de mi salida de Quillabamba, con final feliz, pues se realizó exitosamente el sueño. Lo más triste de todo ha sido que después de prestar gran servicio durante bastantes años, por falta de mantenimiento adecuado y la imprudencia de conductores de carga pesada se derrumbó, viniéndose abajo mientras cruzaba el puente un camión, ocasionando la muerte del conductor. Probados los beneficios estratégicos que ofrecía, hoy se ha construido un puente rígido en mejores condiciones.
Cumplido el compromiso en Quillabamba me incorporé de nuevo al corazón de la selva, esta vez a la Misión de Shintuya, en las cabecerasdel río Madre de Dios. Desde aquí tenía acceso a los pueblos Harakmbut del río Colorado y afluentes, Machiguengas de los ríos Madre de Dios y del Manu, Piros de la comunidad de Diamante. Tras informarme de la problemática del río Manu, me decidí a visitarlos. Hay dos comunidades establecidas: Tayakome y Yomibato. En Tayakome me encontré con el paisano que ayudé en la misión del Pilar, me reconoció e hizo tal presentación de mi persona a toda la comunidad en su idioma, que adiviné una favorable acogida en la sonrisa de sus rostros. Las propuestas inmediatas eran: abrir una escuelita, ofrecerles la misión de Shintuya con la posibilidad de estudios más exigentes para los jóvenes que lo deseasen y visitarlos frecuentemente en su comunidad.
Construimos la escuelita y colocamos de profesor al joven Mauro Metaki, Machiguenga de Koribeni y alumno egresado de secundaria del colegio de Quillabamba. El profesor Mauro me tenía bien informado de las inquietudes de la comunidad. Pasado algún año vi la oportunidad de visitar también la comunidad de Yomibato, distante de Tayakome a un par de días adentrándose en las cabeceras. Fue realmente una “visita de estado”, pues me acompañaron el profesor y autoridades de Tayakome, siendo la acogida muy positiva. Les propuse igualmente escuela, con profesor de su idioma, acogida en Shintuya y oferta de visitarlos con frecuencia. Se construyó de inmediato la escuela, de profesor fue el joven Benito Chinchiquiti, alumno del colegio de Sepahua. En estos primeros viajes tuve noticias de la existencia en la zona de grupos no contactados: Mashco-Piros y Shara-Nahuas.
El grupo Mashco-Piro ha sido un grupo violento. En una de las visitas a Yomibato, acababan de sufrir un ataque por parte de este grupo en el que exterminaron a toda una familia, dejando mal herido a un niño que tenía fracturado tibia y peroné. Le ofrecí la posibilidad de bajarlo a Shintuya y Cuzco para una operación, pero no quisieron, y a pesar de la gravedad de las heridas preferí respetar la voluntad de sus familiares, de modo que solamente le entablillé la fractura, le proporcioné unos antibióticos y aspirinas para el dolor. Lo demás pondría ser atendido por los curanderos de la comunidad. Volví después de unos meses y cual no fue mi sorpresa que lo encontré jugando pelota, aunque cojeando un poco.
Estando en Shintuya me visitó una comisión de Piros de Diamante para informarme del contacto que organizaron con un grupo Mashco-Piro que se establecieron al otro lado del río Madre de Dios, a la altura de su comunidad. Pude visitar las tres chozas que abandonaron. En el río Manu, a la altura de Pakitsa, establecí contacto con tres mujeres Mashco-Piros a quienes les llevaba regalos y siempre salían a mi encuentro cada vez que pasaba cuando visitaba a las comunidades Machiguengas, encuentros plagados de curiosas particularidades.
Cuando salí de Shintuya me comentaba el P. Pedro Rey que se habían establecido cerca de Diamante un grupo numeroso de Mashco-Piros. Existe en este grupo alguien violento y criminal, han cometido varios encuentros dejando muertos, entre otros el bueno de Shaco, figura entrañable para mí, que me acompañó en todos los viajes al río Manu. Me comentaba la historia de cada quebrada, incluso a su padre lo mataron en una de ellas.
En el trato con este grupo Mashco-Piro se están cometiendo graves errores, por falta de criterio de los representantes del gobierno del departamento de interculturalidad. No trabajan adecuadamente con instituciones o personas que pueden ser muy útiles en este momento. Los mismos Mashco-Piros dan muestra de querer diálogo y contacto. Los PP. Santiago Echeverria y Pedro Rey que pasaron por Shintuya pueden aportar interesantes datos.
El grupo Shara-Nahua resultó mucho más tranquilo y el contacto en la vertiente del río Madre de Dios en el río Manu ante la comunidad de Tayakome fue de total iniciativa de los Shara-Nahuas. De ahí el nombre de Shara–Nahuas, grupo Yaminahua con el prefijo “Shara” que significa bueno: Somos buenos, venimos en son de paz.
La estrecha relación que tuve con este grupo fue el motivo por el que más adelante me trasladaron a la misión de Sepahua, vertiente del río Urubamba donde se establecieron de forma agrupada en las cabeceras del río Mishahua.
Mi estancia en Shintuya fue de imborrables recuerdos. Las muestras de afecto con los grupos Amarakaeris no se me borrará nunca. El equipo de trabajo y los objetivos que conseguimos tanto en catequesis como en logros sociales fueron importantes. Menciono de forma especial haber desarrollado una ganadería con 120 cabezas de ganado, aeropuerto, etc.
A insinuación del P. Ricardo Álvarez Lobo me destinan a Sepahua, con el objetivo principal de mantener el contacto con el pueblo Shara. La comunidad religiosa que me encontré fue de lo mejor que me pudo tocar: P. Nemesio y fray Domingo. En Sepahua se dio el principal contacto con el grupo Shara-Nahua que a través de un maderero desplazaron a un grupo que salió a su campamento maderero. La misión se encargó de volverlos a su comunidad en la quebrada Putaya. Resultaba excesivamente lejano y ellos mismo deciden bajarse al río Serjali, no obstante que la distancia desde Sepahua en motor “Peke–Peke” es de dos días. Sepahua ha sido mi destino más prolongado en un puesto de misión, 28 años. Por lo que dejo para otra oportunidad contarles la segunda parte del título “Para los nuevos tiempos”.
Fr. Ignacio Iraizoz, OP
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