Derechos humanos: el corazón del evangelio
Bases para la comprensión de la dignidad del ser humano: Javier Martínez Contreras
Puede ser que este título resulte una provocación o, simplemente, una contradicción. Sin embargo, es posible mostrar fehacientemente esa íntima relación tanto desde una perspectiva teológica como desde la mirada propia de los derechos humanos.
Solo hay que recordar algunos elementos centrales de la tradición cristiana, como la conocida sentencia de Ireneo de Lyon, que decía que “la gloria de Dios es el ser humano viviente, y la vida de este es la visión de Dios”. Dicho así, parecería una invitación a la contemplación sin mayor alcance, pero si la cruzamos con las derivadas de la encarnación del verbo, entonces la mirada se abre a un paisaje mucho más extenso y rico que nos invita a mancharnos las manos con el barro de la historia para transformarla. Y en ese punto nos hemos metido ya de lleno en los procesos de evangelización (no confundir con cristianización, por favor), en los que la Palabra viva y eficaz del evangelio se funde como fermento con un rostro del mundo que, ciertamente, está por llegar, aunque de algún modo ya está ahí.
¿Y qué pasó con los derechos humanos en este repaso de corte más bien teológico? El caso es que esos derechos, tal como están recogidos en la Declaración Universal de 1948, no se adscriben a ninguna referencia religiosa de forma explícita, con intención de poder estar cerca de cualquiera de ellas; ni tampoco se ponen al servicio de la realización de ningún ideal de vida buena de inspiración divina. Esto es cierto. Pero no es menos cierto que uno de los fundamentos centrales de esa declaración es un concepto clave presente en cualquier tradición religiosa del planeta: la dignidad del ser humano. Y aquí hay que comenzar a desbrozar la cuestión. Me explico.
Hablar de dignidad no es igual a poner al ser humano en el centro y colocar todo lo demás a su alrededor y a su servicio. Esa egolatría no está implícita en el concepto de dignidad, por más que en algunos momentos de la historia de ese concepto haya podido parecer que se decía eso. Tampoco se trata de afirmar una posición de dominio que cobije, en consecuencia, privilegios cuyas derivas dañinas y perniciosas son, por desgracia, bien evidentes en los tiempos que vivimos, y sus signos tozudos y elocuentes (algo diremos posteriormente más concretamente sobre esto). Afirmar la dignidad humana, más bien, implica comprender y asumir tanto la vulnerabilidad como la responsabilidad genuinamente más propia y apropiada de lo humano.
Hablar de dignidad no es igual a poner al ser humano en el centro y colocar todo lo demás a su alrededor y a su servicio. Esa egolatría no está implícita en el concepto de dignidad. Más bien, implica comprender y asumir tanto la vulnerabilidad como la responsabilidad genuinamente más propia y apropiada de lo humano.
Entre los discursos más cercanos a nosotros que se ocupan de la dignidad humana se encuentra el ya célebre del joven Pico della Mirandola. En él se afirman dos cosas muy relevantes: la primera es que los seres humanos fuimos creados sin que se nos asignase un lugar propio en el conjunto de la Creación. Simplemente, llegamos tarde y todos tenían ya su lugar y su función, así que no era cosa de echar a nadie de su sitio para ocuparlo nosotros.
Esa hubiese sido una solución muy violenta para todos, creador incluido. Así que Dios decidió regalarnos un don que nadie tenía: poder elegir qué queríamos ser, es decir, el don de la libertad. Somos las únicas criaturas que podemos decidir si queremos ser lo peor o lo mejor, si queremos acercarnos a la perfección divina o, por el contrario, preferimos asumir una condición más cercana al mal, a todo eso que genera dolor y sufrimiento. Esa sería nuestra dignidad: ser capaces de decidir quiénes ser y cómo ser. Implícitamente, subyace la idea de que, si decidimos nosotros, entonces la responsabilidad de lo que suceda también es nuestra. Toda gran capacidad de decisión, todo poder, conlleva una responsabilidad.
Algunos años más tarde se dio otro paso fundamental en la comprensión de la dignidad del ser humano que no parece haber sido superado. En esta ocasión fue un alemán quien recurrió al siguiente ejemplo para explicar en qué consiste este difícil concepto de la dignidad del ser humano.
Si el aparato que estoy usando para escribir este texto de repente dejase de funcionar o se rompiese de forma irreparable, podría seguramente reemplazarlo por otro idéntico a cambio de una determinada cantidad de dinero. El caso es que el valor que puedo atribuir al aparato es traducible en dinero y al final tampoco habría una diferencia sustancial remarcable entre este aparato y el que lo reemplazara. Ahora bien, digámoslo así, si quien se malogra fuese la persona que esto escribe, entonces no habría modo de encontrar otro individuo idéntico que expresara lo mismo. No hay modo de reemplazar, por ningún medio, a una persona. Eso quiere decir que su valor no tiene traducción debido a que es un valor absoluto, irremplazable y único en la historia.
Esa es la dignidad de cada ser humano… Y muy probablemente no sería exagerado decir también que, al menos, una parte de esa dignidad la compartimos con cada ser vivo, irremplazable en su singularidad y unicidad y cuyo valor no puede traducirse, de manera legítima, en precio. No hay forma cabal alguna de “cosificar” ni a los humanos ni a los seres vivos. Lo hacemos, claro, pero eso no quiere decir que esté bien hecho.
Es más que obvio que el mundo que habitamos los humanos no está organizado desde la perspectiva de la consideración y respeto a la dignidad que acabamos de enunciar. Nuestro sistema económico es básicamente depredador e injusto. Ha demostrado históricamente que lo que mejor sabe hacer es generar relaciones parasitarias y dinámicas de acumulación de riqueza que incrementan la desigualdad. Esta dinámica obliga a miles de personas a malvivir en condiciones que todos reconocemos inhumanas —lean los últimos informes de Oxfam, del Foro de Davos, de la Fundación Foessa, del Banco Mundial o de Naciones Unidas para dimensionar estas afirmaciones—.
No hay modo de reemplazar, por ningún medio, a una persona. Su valor es absoluto, irremplazable y único en la historia. Esa es la dignidad de cada ser humano, y una parte de esa dignidad la compartimos con cada ser vivo, irremplazable en su singularidad y unicidad.
Los conflictos armados activos en este momento en el mundo son aterradores: Gaza y Ucrania están en las noticias diarias, pero las guerras de baja intensidad en el continente africano, o las que se están librando sin armas, perogenerando víctimas a diario, son muchas más: se estiman hoy 23 guerras activas en el planeta, afectando al 14 % de la población mundial. La cuestión climática tampoco admite dudas razonables: el incremento de las temperaturas medias no es contestable con datos, tampoco el incremento de desastres causados por una naturaleza sobreexplotada y al borde del colapso. El que este año la mitad del planeta esté convocada a las urnas no oculta una profunda crisis de la democracia como forma de gobierno, aderezada con el auge de fórmulas y ofertas de gobernanza política que sacan lo peor de nuestros miedos, resentimientos y prejuicios. Solo en un rápido repaso a las noticias del día y sin entrar en detalles.
Podría pensarse que el esfuerzo de poner esperanza en medio de esta negrura es vano. Pareciera que este mundo niega por la vía de los hechos lo que al inicio de estas líneas esbozamos. Hay vida humana, parece, pero no para todos. Algunos son dignos mientras el resto aspiraría, todo lo más, a algunas migajas. Y si asumimos que la última palabra la tiene esta realidad así construida a golpe de decisiones humanas, entonces no hay posibilidad ni de evangelizar ni de implantar o defender los derechos humanos.
Lo bueno es que esto es, sencillamente, falso. En medio de tanto despropósito hay pequeños espacios, comunidades, personas, movimientos, que viven de acuerdo con la lógica del cuidado, del reconocimiento y de la dignidad. Que muestran cada día con lo que hacen, dicen, trabajan, compran, disfrutan y ofrecen que ni la economía, ni la política, ni la relación con la naturaleza, ni las relaciones entre las personas están obligadas a ser depredadoras e injustas.
Gentes, comunidades, movimientos, políticos, que se toman en serio que no todo ni todos podemos ser tratados como mercancías. Y alumbran así una esperanza que pone del lado del ser humano su libertad para ser lo que quiera ser, su responsabilidad de cuidar el mundo en el que habita y asumir las condiciones de una vida en armonía, justicia y paz. Es cuestión de voluntad, decisiones y estructuras. Y es posible porque ya se hace.
Habrá que entrenar la mirada. Habrá que escuchar atentamente lo que la realidad dice de sus heridas y prestando oídos atentos a tantas y tantas víctimas… Pero, ¿qué otra cosa es evangelizar, sino poner esperanza donde se niega? ¿Y qué otra cosa mejor pueden hacer los derechos humanos que darle cuerpo a la esperanza?
No me olvido de algo que dije al comienzo: derechos humanos y evangelización, desde la perspectiva de la Encarnación, van de la mano. Es imposible predicar al crucificado resucitado como esperanza del mundo,desentendiéndose de las condiciones de vida de este mundo. No es huyendo del mundo como nace la esperanza, sino entrando de lleno en él.
Es complicado, claro, porque es difícil reconocer humanidad en no pocas situaciones y puede que también en no pocas personas. Habrá que entrenar la mirada. Habrá que escuchar atentamente lo que la realidad dice, sobre todo mirando a través de sus heridas y prestando oídos atentos a tantas y tantas víctimas… Pero, ¿qué otra cosa es evangelizar, sino poner esperanza donde se niega? ¿Y qué otra cosa mejor pueden hacer los derechos humanos que prestarnos el marco de condiciones necesarias para una vida digna y darle cuerpo a la esperanza?
JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS
Artículo publicado originalmente en el Nº10 de la Revista Selvas Amazónicas