Homilía del funeral de fr. Juan Bastos Noreña, O.P.
Fr. Juan ha sido un misionero dominico de fidelidad y entrega, sencillo y cálidamente fraterno.
Villava, 31 de agosto de 2015
En cada Eucaristía acompañamos a Jesucristo en su paso de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. A menudo no reparamos en ello, pero cuando celebramos la Cena del Señor, al recordar su vida y sus palabras, se nos hace presente su muerte, se actualiza su muerte ante nosotros en cada Eucaristía. Por supuesto, también le acompañamos en su paso de la muerte a la vida, esperando que en el futuro también nosotros participemos de esa vida nueva. Acompañamos al Señor pero Él es el que va por delante, iluminando el camino, y el que nos acompaña a nosotros. Nuestro hermano fr. Juan Bastos vivió en esta dinámica pascual. Ahora pasa de un modo definitivo y personal, como Jesús y de su mano, de la vida a la muerte final, para seguir con Él hacia la plenitud de vida en la resurrección. En cada Eucaristía vamos haciendo algo más nuestra e interiorizando esta dinámica pascual, personalizando la fe en Jesús vivo y resucitado y avivando la esperanza de que en un futuro participemos de su vida nueva totalmente.
La Palabra de Dios nos ilumina hoy con dos textos de la primera carta del apóstol san Juan (1 Jn 3, 14-16) y del Evangelio según san Juan (Jn 12, 23-26), que descubren la clave de este paso: el amor a los hermanos. El amor a los hermanos nos ha hecho pasar de la muerte a la vida, dice el apóstol san Juan. Quien no ama no tiene vida eterna. Y el Evangelio (“Si el grano de trigo muere da mucho fruto”) nos recuerda que el amor entregado es el camino de fecundidad para pasar de la muerte a un nuevo nacimiento. Sólo el amor engendra la novedad inaudita de la vida eterna. Para dar fruto siempre hay que morir a algo: es la dinámica pascual del amor y la dinámica pascual de la vida. Por eso, san Juan y su comunidad comprendieron la muerte de Jesús en esta clave: hay un morir que es inevitable para “dar fruto”. Así, la muerte de Jesús es semilla de resurrección. Y nosotros, si llevamos una vida fecunda en bondad, entrega, donación, una vida de amor como Jesús nos amó, ya llevaremos dentro de cada uno esa semilla de vida resucitada. La muerte final será como la transformación definitiva y fecunda de un nuevo nacimiento.
Del cristiano que quiera ser un hombre de Pascua se espera que aprenda a morir cada día: morir al egoísmo y al pecado, para nacer a la nueva fecundidad del amor. Este morir cotidiano nos va “entrenando” para nuestra última muerte y va sembrando en nuestro interior el germen de la vida nueva del Resucitado.
La resurrección de Jesús tiene una dimensión de esperanza: la resurrección significa que Dios no puede permitir que la vida fracase. Aprendiendo a morir como el Señor y a vivir con Él, a amar como Él y por gracia de su amor para con nosotros, nuestra vida siempre dará fruto. Para ello se nos ha enviado y se nos ha dado al Señor Jesús y su Espíritu. Nuestra vida no está llamada a fracasar sino a dar fruto. Aunque, lo sabemos bien, todo dar fruto implica un saber morir a algo para que nazca algo nuevo. También la muerte final abrirá paso a un nuevo fruto con la misericordia y el amor de Dios que ha hecho alianza de amistad con nosotros.
Ahora acompañamos como hermanos en la Eucaristía a fr. Juan Bastos en su paso definitivo de la muerte a la Vida. Y lo hacemos con esperanza y con agradecimiento por el testimonio de nuestro hermano y por la fecundidad de su predicación. Dicen que “todas las familias felices se parecen”. Y quizá también todos los buenos misioneros se parecen: han sabido vivir una especial entrega, cosechan una calidad humana excepcional y maduran una vida cristiana y religiosa sencilla de profunda densidad y autenticidad. Fr. Juan ha sido un misionero dominico de fidelidad y entrega, sencillo y cálidamente fraterno. Podría haber sido, por ambiente familiar, militar o incluso jesuita. Pero era un idealista que quería encontrar su propio camino y vocación. Por eso, de joven, cuando sintió la inquietud religiosa, tomó el diccionario Espasa y empezó a leer los rasgos y características de las distintas órdenes y congregaciones. Y eligió la Orden de Santo Domingo de Guzmán, el carisma de la predicación en fraternidad, pobreza y oración. Tal vez por el deseo de llevar el Evangelio a quienes todavía no lo conocen. Algo que nos recuerda el hermoso y exigente ideal de la vida dominicana. Pero el testimonio de fr. Juan nos dice algo aún más atractivo: que hay personas que creen que es posible vivirlo, que no se desaniman por las dificultades y por la distancia que siempre hay entre el ideal y nuestra realidad y los logros personales o institucionales. Es alentador y estimulante constatar que algunos entre nosotros han vivido el ideal dominicano con una calidad ejemplar, casi sin pretenderlo y -quizá por eso mismo- sin ellos mismos saberlo.
Ha sido un fraile de hondo calado fraterno. Tenía la virtud de que todo era fácil con él. Facilitaba mucho la convivencia y la vida a su lado. Gran comunicador y pendiente de todos: de los misioneros, de los enfermos, de la felicitar a cada uno su santo o cumpleaños… Ejerció el ministerio de la misericordia como capellán de enfermos, visitando poblados y comunidades campesinas, dedicando muchas horas al confesionario. Como decía el vicario de Perú, fr. Luis Verde: “el P. Juan ha sabido envejecer muy bien”. Ciertamente, incluso en su última etapa en la enfermería provincial en Villava ha estado más atento a los otros enfermos que a sí mismo.
Es verdad: todas las familias felices se parecen. Igualmente todos los santos se parecen entre sí y se parecen al Santo que es Jesucristo en saber amar a los hermanos con sencillez y calidez como el Señor nos ha amado. El parecido “aire de familia” de los santos es el amor fecundo a los demás por el que pasamos de la muerte a la vida. Y fr. Juan Bastos ha tenido inconfundiblemente este semblante parecido de las personas buenas y santas que caminan por el mundo. Quizá fue Santa Rosa de Lima, en las primeras horas del día 30 de agosto, cuando en toda América Latina y muy particularmente en el Santuario de Santa Rosa en Lima se celebra su fiesta, quien se acercó a buscarle y acompañarle en este último paso, y pudo reconocerle fácilmente por su parecido con los santos. Desde el cielo, fr. Juan, intercede por nosotros, especialmente por las gentes de las misiones en Perú y por todos los misioneros. Descansa en la paz y en la felicidad del Reino que el Señor prometió a sus servidores.
Fr. Javier Carballo, O.P.
Prior Provincial